¿Por qué mi hijo pega? Niños que pegan, niños que no se sienten amados

Es necesario que nos pongamos en su piel, la de unas criaturas que no consiguen comunicar con palabras comprensibles a nuestros oídos que no reciben lo que necesitan. Ofrecerles tiempo y el calor de nuestros brazos es la tarea pendiente.

Actualizado a
ninos que pega ninos no se sienten amados

Niño solo, sonriente

Laura Gutman
Laura Gutman

Psicoterapeuta familiar

Los niños no nacen agresivos. Los niños no son naturalmente violentos, ni maleducados, ni coléricos ni irrespetuosos. Tampoco es verdad que los niños sean más agresivos que las niñas, ni que haya edades en que sea “normal” que se relacionen violentamente con los demás. No.

Sencillamente todos los niños pequeños reaccionan a su entorno de un modo semejante a como han sido y son tratados.

¿Por qué pega o insulta?

El tema de la agresividad es difícil de abordar, en primer lugar porque cada uno de los adultos tenemos niveles de tolerancia muy diferentes respecto a las actitudes provocadoras de los demás. Lo que un individuo considera irrespetuoso otro piensa que es una nimiedad, ya que depende de las experiencias vitales de cada uno.

Sin embargo, tomaremos el concepto de violencia cuando un niño lastima a otro. El daño puede ser provocado a través de golpes o insultos, aunque también habrá que tomar en cuenta los ataques menos visibles, como la humillación, el desprecio o la indiferencia; modos más sutiles, pero no menos desestabilizadores, que terminan igualmente hiriendo al otro.

¿Qué es lo que provoca que un niño necesite golpear o lastimar a otro? La desesperación. La exasperación por ser amado y tenido en cuenta según sus necesidades personales.

¿Acaso el niño pegador es aquél que no es amado? En realidad, sus padres lo aman pero él no se siente amado, que son dos cosas muy distintas.

El daño puede ser provocado con golpes o insultos, aunque la humillación o el desprecio también terminan hiriendo al otro

Antes de desestimar estas ideas y de defendernos a nosotros mismos vociferando que sí amamos a nuestros hijos, hagamos un esfuerzo por pensar en este vínculo que nos une desde el punto de vista del niño pequeño.

Imaginar sus emociones

Situarnos en el lugar del otro es muy complejo, sobre todo porque en estos casos no tenemos recuerdos conscientes de cómo era vivir en el cuerpo de un bebé.

Tendremos que imaginarnos sin autonomía, sin lenguaje verbal para explicar lo que necesitamos, dependientes de los cuidados maternos, con hambre por momentos, con miedo en otros, con impulsos vitales de supervivencia que no podemos manejar.

Cuando somos bebés y niños pequeños esperamos recibir los cuidados y el confort físico y afectivo que nos resultan indispensables para sentirnos bien. Tenemos la experiencia reciente de la vida intrauterina, por lo tanto es totalmente lógico que pretendamos cierto nivel de bienestar.

Pero cuando no lo obtenemos, cuando la soledad lastima, cuando lloramos sin que nadie acuda, cuando el hambre aumenta hasta convertirse en sufrimiento, cuando nadie nos toca ni nos acaricia, cuando no somos acunados ni escuchamos melodías susurrantes; aparece la desesperación por obtener los cuidados mínimos y necesarios para sentirnos bien, es decir, para desarrollarnos saludablemente y crecer.

Cuando nadie nos toca, nos acaricia o nos atiende, aparece la desesperación. Entonces reaccionamos

Entonces reaccionamos. Hacemos lo que podemos con nuestros recursos. Pedimos auxilio a gritos. Escupimos. Mordemos. Pegamos. Incluso si solo tenemos seis meses y todavía no somos capaces de desplazarnos por nuestros propios medios.

El castigo es la soledad

¿Qué sucede luego? Algo bastante peor de lo que esperábamos: Los adultos a su vez reaccionan a causa de nuestras conductas desesperadas, enfadándose y dejándonos cada vez más aislados. Nos acusan de ser niños malos, egoístas o maleducados. Nos castigan. Nos quitan lo poco que habíamos obtenido. Nos dejan aún más solos.

Nos obligan a permanecer en nuestras habitaciones en medio de un silencio devorador. Algunas veces incluso nos pegan, pero la paliza no nos duele tanto como la soledad.

La exasperación por recibir cuidados amorosos nos ciega, nos llena de furia y de impotencia y llega la necesidad de pegar más fuerte

Finalmente nos damos cuenta de que nadie ha escuchado nuestros reclamos, que estamos solos y perdidos. Que somos demasiado pequeños. Que no contamos con otras herramientas, y que simplemente tenemos la certeza, de un modo visceral, que no obtenemos aquello que necesitamos.

No sabemos qué hacer. La exasperación por recibir cuidados amorosos nos enloquece, nos ciega, nos llena de furia y de impotencia. Entonces surge de nuestras entrañas la necesidad de pegar aún más fuerte, más velozmente y más inteligentemente. Necesitamos afinar nuestras estrategias.

Si no pegamos, si no expresamos vitalmente esto que nos pasa, moriremos en el vacío de nuestra soledad. Es lo único que podemos hacer, incluso si sabemos que luego seremos cada vez más brutalmente castigados.

Cuando pegamos nos castigan. Y cuando nos castigan nos ven, existimos para los mayores

Con el tiempo vamos aprendiendo que, dentro del castigo, al menos logramos tener una existencia plena y concreta en las emociones de los adultos que nos crían. Cuando nos castigan, nos ven. Estamos presentes. Tenemos una entidad, aunque sea dentro del enfado de los mayores. Nos hablan, nos gritan, nos acusan; es verdad.

Pero en esas circunstancias estamos existiendo para ellos, y esa existencia es motivo suficiente para saber que en la medida que sigamos golpeando, pegando o dando patadas, estaremos presentes en el interés de los adultos. No es un amor amoroso pero es amor.

Para confirmarlo, alguna vez dejamos de pegar, constatando que inmediatamente desaparecemos a los ojos del adulto. Luego volvemos a pegar y, mágicamente, volvemos a existir. Ya no caben dudas, es la mejor manera que hemos encontrado para ser tenidos en cuenta.

Una revisión sincera de prioridades

Pensándolo así, desde el punto de vista de los adultos, ¿vale la pena castigar a un niño que pega? ¿Sirve imponerle una penitencia? ¿Da resultados que lo sometamos a largos discursos sobre buena educación? Ahora bien, ¿acaso es pertinente no hacer nada, suponiendo que va a madurar solo y que aprenderá con el tiempo? No. Ni lo uno ni lo otro.

En ambos casos el niño permanece solo y, en consecuencia, cada vez más desesperado por obtener mirada, comprensión y presencia. No modificaremos sus actitudes si lo aislamos o abandonamos.

¿Qué hacemos entonces? Pues estaremos obligados a reconocer cuántas veces el bebé o el niño pequeño nos ha pedido presencia, tiempo, observación o quietud que el niño ha demandado sin éxito.

Será necesario revisar dónde hemos puesto nuestras prioridades, cuáles son las situaciones que atendemos en primer lugar. La tarea será sincerarse, y en lugar de echar la culpa a algo o a alguien, tratar de ver qué es lo que sí estamos en condiciones de ofrecer.

Será necesario revisar dónde hemos puesto nuestras prioridades, cuáles son las situaciones que atendemos en primer lugar

Habitualmente no dejamos de responder los correos electrónicos ni los mensajes de texto del móvil. Para la mayoría de los adultos el trabajo es una prioridad, y es lógico que así sea. El secreto es constatar si cuando regresamos a casa el trabajo sigue siendo nuestra prioridad, o si somos capaces de desplazar ese interés a los requerimientos del niño.

Será útil revisar la lista de obligaciones diarias que asumimos y ver si algunas de ellas son delegables. Si alguien nos puede ayudar, no cuidando del niño, sino haciéndose cargo de algunas tareas cotidianas que nos quitan tiempo y disponibilidad para nuestros hijos.

Recuperar su confianza

Todo niño pegador necesita ser más abrazado que antes. Todo niño agresivo necesita el calor de un cuerpo acogedor sabiendo que tiene permiso para permanecer allí, acurrucado, todo el tiempo que desee.

¿Hasta cuándo? Hasta que confíe en que no lo volveremos a abandonar. Hasta que constate una y otra vez que cuenta con nosotros, que no hay nada que nos importe más que su bienestar. ¿Y cuánto tiempo puede durar eso? Un año, dos, cinco, diez, toda la vida... Depende.

Todo niño pegador necesita ser más abrazado que antes

¿Qué podemos hacer cuando comprendemos que el niño pide más presencia y cuidados de los que somos capaces de prodigar? Hablemos. Seamos honestos. Relatemos nuestras dificultades. Y luego busquemos sustitutos.

En lugar de desmerecer lo que nos solicitan, reconozcamos que tienen necesidades especiales, que nosotros no somos capaces de responder según sus expectativas, pero que podemos pedir ayuda para satisfacerlos. Si estamos discapacitados afectivamente o contamos con pocos recursos emocionales, asumamos que ellos merecen, como mínimo, la explicación pertinente y modos posibles de resarcirse.

Consecuencias para el futuro

¿Qué sucederá si dejamos que las cosas sigan como están, sin intervenir ni modificar nuestra capacidad de amar? Pues que el niño organizará su sistema de intercambio afectivo a través de la violencia, que puede ser visible o invisible. Así, puede convertirse en un niño o joven golpeador.

Siendo mayor y autónomo, ya no se sentirá con derecho a reclamar amor materno. Además, ni siquiera sabrá que eso es lo que anhela. Tal vez se convierta en un ser despóticamente exigente con sus padres, sus parejas o sus amistades.

Creerá que tiene derecho a ser compensado siempre, pero por más que golpee, patalee o vocifere, una vez más, será despreciado por la sociedad en conjunto. Siendo adulto, los cambios dependerán de su capacidad de reconciliarse con su histórica soledad.

Cuando es él quien golpea a sus padres

A veces los adultos quedamos sometidos a la agresión activa de nuestros hijos pequeños. En esos casos, no hacer nada es confirmarles que aceptamos ese modo de relación.

  • No lo resolveremos con agresiones ni desprecios verbales, sino que podemos intentar un acercamiento, ofreciendo nuestro cuerpo para que el niño encuentre recogimiento y amparo.
  • Aumentar la escalada de violencia, a través de humillaciones o subestimando al niño, empeora las cosas. Siempre es mejor proponer un acercamiento afectuoso.
  • El niño no cuenta con palabras para explicar lo que le pasa. En cambio los mayores se las podemos prestar para nombrar los sentimientos contradictorios de amor, miedo, rabia o deseo.
  • Permitir que el cónyuge pegue al niño y hacernos los distraídos es uno de los peores esquemas para su construcción psíquica, porque sabrá que no cuenta con nadie que lo ampare.

Los niños no pegan por simple imitación

Nos tranquiliza pensar que los niños aprenden a pegar en el jardín de infancia, y que esa es una de las pocas desventajas de enviar a los niños pequeños a una experiencia de socialización. Dentro de ese razonamiento, creemos que tenemos que explicarles que “eso no se hace”.

A veces desmerecemos estas actitudes creyendo que “son cosas de niños”, que ya se les pasará, que pegar un poco para defenderse tampoco está mal, y que es una manera posible de encontrar su lugar en el grupo. Pues bien, estas apreciaciones están equivocadas.

Ningún niño pega porque otro lo hace. Si nuestro hijo pega o lastima a otro, será nuestra obligación preguntarnos qué pasa en casa, qué necesita el niño, cuán saludable y pacífica es nuestra relación. Preguntémosle qué necesita de nosotros.

Loading...