Decidir cuál es el mejor día de la semana no parece tan complicado… hasta que lo piensas en serio. Y lo curioso no es tanto que muchos digan viernes, sino que casi nadie diga domingo. Suena raro, ¿no? Un día libre, sin despertador, sin reuniones, sin horarios. En cambio, el viernes, que sigue siendo laborable, sale ganando. Esa contradicción esconde algo más que una preferencia. Es un retrato mental, un gesto del cerebro que apuesta más por lo que viene que por lo que ya está aquí.
Y esa paradoja se repite como un patrón. El viernes no es especial por lo que pasa, sino por lo que promete. El domingo, en cambio, ya no ofrece nada bueno: marca el principio del fin. Lo que parecía descanso se tiñe de una triste cuenta atrás, de sensación de pérdida, de lo que se va acabando.
Hay un cierto desengaño en ese día. Como si la mente no pudiera disfrutar del presente si el futuro inmediato no pinta bien. Y en ese contraste, entra en juego lo que la neurocientífica Tali Sharot define como la alegría de la anticipación, una especie de efecto placebo emocional que cambia cómo nos sentimos sin que haya cambiado nada real.
Es viernes y el cuerpo lo sabe: cuando imaginar se convierte en felicidad
Ese fenómeno tiene detrás un mecanismo llamado sesgo de optimismo. Sharot lo ha investigado durante años y lo explica de forma sencilla: “Independientemente del resultado, el simple hecho de anticipar nos hace felices”. Y así, el viernes se convierte en una fábrica de proyecciones: cenas que aún no han ocurrido, planes que no se han confirmado, horas libres que todavía no han empezado. El cerebro se activa ante lo que espera, no ante lo que ya tiene delante. Y eso, aunque suene contradictorio, nos hace sentir mejor.
En su libro The Science of Optimism: Why We’re Hard-Wired for Hope (TED Books), Sharot lo deja claro con una frase que resume esa paradoja que vivimos cada semana: "Preferimos el viernes al domingo porque el viernes trae consigo la emoción de anticipar el fin de semana que se acerca. En cambio, el domingo, lo único que queda por esperar es el trabajo del lunes". No es que la gente adore la oficina ni odie descansar, sino que el viernes ofrece una ilusión de libertad futura que nos estimula. El domingo ya no promete nada nuevo.
Saber que hay un par de días de descanso por delante engaña a la mente.
Uno de los experimentos más conocidos que demuestra este fenómeno lo dirigió el economista George Loewenstein: pidió a un grupo de estudiantes que imaginaran un beso apasionado de alguien famoso. ¿Cuándo lo querrían recibir? ¿Ahora mismo o dentro de unos días? Ganó, por mayoría, la opción de dentro de tres días. Incluso se barajó la posibilidad de pagar para atrasar ese momento. No porque el beso fuera mejor, sino porque les gustaba imaginarlo. Anticiparlo.
Y eso encaja perfectamente con los datos recogidos por Sergio Da Silva y su equipo de la Federal University of Santa Catarina, que concluyeron que “las personas tienden a preferir el viernes al domingo no por las actividades que hacen, sino por la expectativa de placer que el viernes representa”.
El domingo como derrota emocional
Esa alegría previo no se da el domingo. Todo lo contrario. Ahí empieza el runrún mental, el peso del lunes que se acerca sin freno. Según un estudio publicado Richard M. Ryan, Joel H. Bernstein y Kirk Warren Brown en el Journal of Social and Clinical Psychology, los niveles de bienestar aumentan desde el viernes por la tarde hasta el domingo por la tarde, pero caen en picado al llegar la noche del domingo.
Es el momento en que se cierra una ventana: la libertad termina y vuelve la rutina. Y por mucho que el domingo sea técnicamente un día libre, se vive como una recta final, no como un punto de partida.
La mente se traslada al lunes pese a que tiene un gran domingo por delante para hacer lo que quiera.
Es curioso cómo una jornada sin obligaciones se convierte en la más pesada. No por lo que ocurre, sino por lo que deja de ocurrir. La mente se va al lunes, y con eso basta para estropear las horas que aún podrían disfrutarse.
Sharot insiste en que este efecto no es raro: “La gente prefiere el viernes porque con él llega la anticipación del fin de semana, todos los planes que tienes. Y esa anticipación mejora su bienestar”. O sea, que mientras el viernes abre puertas, el domingo las va cerrando. Aunque no pase nada tangible.
Autoengaño positivo y salud mental
Esto no quiere decir que engañarse sea una buena estrategia, pero sí que un poco de optimismo ayuda. Las personas con depresión, como revela Sharot, suelen carecer de este sesgo. Ven las cosas de forma más realista, y no siempre eso juega a su favor. Pero los que padecen una depresión más severa, directamente esperan que el futuro sea peor de lo que luego resulta ser.
El optimismo, en cambio, empuja hacia adelante. Si se espera que algo salga bien, se actúa como si ya hubiera una oportunidad. Y eso cambia los resultados. Las investigaciones demuestran que pensar en positivo no solo está relacionado con el éxito, sino que lo provoca. En lo académico, en el deporte, en política… y también en salud. Se ha observado que las personas optimistas sufren menos estrés y menos ansiedad, lo que mejora incluso su estado físico. Es un cambio de comportamiento que surge del pensamiento.
Expectativas que cambian la realidad
Ese pensamiento funciona como una profecía autocumplida. Si alguien cree que tiene posibilidades de conseguir algo, se esfuerza más. Y si se esfuerza más, las posibilidades aumentan. Sharot lo resume así: “Si esperas ser realmente bueno en lo que haces, entonces pones más esfuerzo en ello. Y acaba siendo que sí, eres mejor en lo que haces”.
La espera del lunes puede ser muy fastidiosa.
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La lógica también funciona al revés: si se da por perdido un objetivo, ni se intenta. Y así se confirma lo que se temía. Por eso, lo que se espera no solo altera la percepción, también modifica la realidad.
No se trata de vivir en una fantasía. Se trata de que la manera en que se anticipa el futuro influye directamente en cómo se afronta el presente. Un pensamiento positivo puede empujar a tomar decisiones más valientes, más comprometidas. El sesgo de optimismo, al final, no es una mentira piadosa: es una herramienta que puede inclinar la balanza hacia el lado bueno.
Cómo fabricar tus propios viernes
La buena noticia es que se puede entrenar esa anticipación positiva. No hace falta esperar al final de la semana para experimentar esa sensación. Planificar pequeños momentos agradables a lo largo de los días puede extender el efecto viernes a más partes del calendario. La clave está en diseñar la semana con expectativas a corto plazo: una cena especial el martes, una salida el jueves, una película el lunes. Cosas pequeñas, pero que activen ese chip de placer anticipado del que habla Sharot.
La idea no es negar la realidad, sino darle un giro. Convertir la espera en parte de la recompensa. Porque si algo queda claro en todo esto es que no se trata solo de vivir momentos buenos, sino de saber esperar los que vienen. Y ahí es donde el viernes, aun con sus horas de trabajo, le gana la partida al domingo. Porque el viernes promete. El domingo, en cambio, ya ha empezado a despedirse.