Una tele más grande, otro viaje, el nuevo móvil. La satisfacción que eso genera se esfuma en cuanto llega el siguiente. Es lo que tiene el consumismo. Y, sin embargo, se sigue acumulando. Hay personas que ya no se preguntan si lo necesitan, solo si pueden pagarlo. Por eso el placer dura cada vez menos.
Las redes socialestampoco ayudan. Cada foto parece decir lo mismo: “Yo tengo, tú no”. Lo que antes era una reunión, ahora es una oportunidad de mostrar. Lo que antes era un regalo ahora es una etiqueta con el precio bien visible. La felicidad se mide en productos.
Una forma de vida creada a medida
Adela Cortina, catedrática de Ética y Filosofía Política, observa que “el consumo no es sólo un medio de supervivencia o un fenómeno económico”. Lo describe también como una forma de relación, una manera de comunicar estatus.
En su obra Por una ética del consumo (Ed. Taurus), desmenuza cómo esa necesidad de mostrar éxito se ha distorsionado hasta convertirse en obligación. No por decisión propia, sino empujada desde quienes diseñan lo que se compra.
El placer que produce comprar algo nuevo dura tan poco que la promesa de felicidad acaba convertida en un hábito que no llena.
iStock
La idea de que consumir es sinónimo de bienestar no se ha formado por casualidad. Cortina explica que “los productos no se diseñan para acomodarse a los consumidores”. Se orientan, más bien, a garantizar el beneficio de quienes los fabrican. Esa lógica impone una forma de vida concreta: quien no participa se queda al margen, aunque realmente no le falte nada esencial para vivir.
La insatisfacción como motor
En ¿Para qué sirve realmente la ética? (Ed. Booket), Cortina señala que “los productores crean un carácter consumidor en las gentes”. Esa construcción constante de deseos garantiza que siempre haya algo más que comprar, y, por tanto, una sensación permanente de que algo falta. No importa cuánto se tenga, la lista sigue creciendo.
John Kenneth Galbraith, economista canadiense, citado por Cortina en ese mismo libro, llamó a esta dinámica “efecto dependencia”. Parte de esa sensación constante de carencia tiene una explicación biológica. Al realizar una compra, se activa un sistema de recompensa en el cerebro que libera dopamina, una hormona que genera placer inmediato.
La insatisfacción se vuelve una sensación recurrente.
Istock
Sin embargo, ese efecto no dura mucho. En cuanto desaparece, vuelve la necesidad de repetir la experiencia para recuperar esa sensación. Así, se entra en un ciclo que solo se sostiene con estímulos nuevos. Y en ese punto, ya no se compra por deseo, sino por hábito químico.
Hay países con carencias materiales en los que son felices, y otros con exceso de cosas pero con sensación de vacío. Para Cortina, el problema es de planteamiento. Frente al consumo que solo multiplica deseos, propone "lucidez y cordura" como virtudes para frenar el impulso. Saber distinguir entre lo que se quiere y lo que realmente aporta valor.
Pensar diferente también es una opción
Cortina no se limita a señalar errores. Va más allá y plantea otra forma de vivir que no alimenta la rueda de la insatisfacción. "La felicidad no consiste en consumir indefinidamente, es necesario cambiar las tornas sociales”, garantiza.
Y, además, añade que conviene preguntarse “qué carácter debería forjarse quien quiera hacer de su forma de consumo una oportunidad para llevar adelante una vida feliz”. La idea es dejar de dar por normal algo que, en realidad, se ha construido para que funcione así.
Ese carácter del que habla no aparece solo. Se va formando con lo que uno hace, con las costumbres y con las decisiones pequeñas del día a día. Cambiar esta forma de vivir no significa dejar de darse un capricho de vez en cuando, sino decidir con más cabeza en qué merece la pena gastar. Se trata de dejar de acumular por acumular y buscar maneras de vivir que no requieran estar comprando cosas nuevas todo el tiempo.
El precio oculto del "lo quiero ya"
Cuando uno se acostumbra a vivir acumulando cosas sin pensar mucho por qué las quiere, acaba perdiéndose momentos que sí podrían hacerle sentir bien de verdad.
Cortina lo resume al decir que “se pierde una gran cantidad de oportunidades felicitantes” cuando se acepta ese modelo de vida sin pararse a pensar. Y ese estilo de vida no se queda ahí, se pasa también a los hijos, que crecen creyendo que lo normal es quererlo todo ya y a toda hora.
Frente a la inmediatez, Cortina defiende una educación ética que conecte con formas de felicidad más profundas.
iStock
El propio cuerpo se hace a ese ritmo. Al cerebro le gusta recibir recompensas rápidas, como cuando compras algo y te da un subidón. Pero las sensaciones más duraderas, como cuando alguien te cuida, logras algo con esfuerzo o compartes con otros, vienen de otro sitio: de hormonas como la serotonina o la oxitocina.
Esas sensaciones tardan más, pero duran más. Por eso la educación ética es importante: sirve para enseñar a valorar otro tipo de recompensas, más profundas y menos impulsivas.
Una invitación a mirar con otros ojos
No se trata de dejar de consumir, sino de consumir con sentido. Y ese sentido, dice la filósofa, empieza por hacerse preguntas incómodas: ¿esto me hace bien o solo me hace sentir parte de algo por un rato?
En el fondo, como se desprende de las palabras de Cortina, no hay que elegir entre ser feliz o tener cosas. Lo que la experta plantea es mucho más simple: aprender a distinguir qué cosas valen de verdad la pena.