Una cena en buena compañía, una canción que suena justo al final de un trayecto o esa última carcajada antes de apagar la luz e irse a dormir. Muchas veces, lo que termina bien se nos queda más grabado que todo lo anterior. No hace falta que haya sido perfecto. Basta con que acabe dejando una sensación buena para que el recuerdo entero mejore. Ese truco de la memoria es más común de lo que parece y conviene tenerlo en cuenta.
Paul Bloom, psicólogo de la Universidad de Toronto, apunta en su blog Small Potatoes que "el disfrute que obtenemos de algo está muy influido por lo que creemos que ese algo realmente es". Y ese momento de disfrutar, según él, es muy reducido.
De hecho, asegura que "la duración de la experiencia sentida es de entre dos y tres segundos" y que todo lo anterior es memoria, mientras que lo posterior es solo anticipación. Por lo tanto, se pregunta: "¿Qué tal una vida dedicada por entero a mejorar esta ventana móvil de dos a tres segundos?".
Esa idea conecta con lo que él mismo estudia sobre cómo valoramos nuestras experiencias. No solo importa el momento, sino lo que nos queda después. La diferencia entre vivir algo intenso y recordarlo como algo valioso está muchas veces en los detalles del final.
Hay placeres que duran menos de lo que creemos
Uno de los conceptos más útiles para entender esto es el duration neglect, que Bloom menciona como parte de sus investigaciones. Se trata de una tendencia de la memoria a ignorar cuánto dura una experiencia y fijarse, sobre todo, en momentos puntuales.
Eso explica por qué no recordamos de forma proporcional al tiempo invertido. Lo que marca el recuerdo no es tanto el recorrido como sus puntos fuertes, especialmente el cierre. Por eso, una película irregular con un final emocionante se recuerda mejor que otra mejor en términos generales, pero sin un remate a la altura.
Si un menú no está a la altura, pero la comida acaba bien, el recuerdo es bueno.
iStock
Este fenómeno tiene aplicación directa en la vida diaria. Un cumpleaños con sobremesa divertida puede compensar un menú regular. Una reunión tensa termina mejor si alguien suelta una broma cuando todo acaba. En ambos casos, el cerebro se queda con ese último estímulo. No porque lo demás se borre, sino porque el recuerdo final reordena la importancia de todo lo anterior.
Un buen final vale más que un arranque prometedor
Terminar bien una actividad, aunque sea pequeña, puede mejorar mucho el recuerdo que nos deja. No hace falta complicarse: una despedida amable, una frase final que anime o un pequeño gesto que cierre con buen sabor de boca ya cambian la sensación general.
Ese tipo de finales, aunque parezcan menores, también contribuyen a algo más profundo. Bloom explica que “la clave de una vida feliz, al parecer, es una buena vida: una vida con relaciones duraderas, trabajo estimulante y conexiones sociales”. Para que esas relaciones y rutinas se mantengan vivas, importa cómo se zanjan las cosas. Cuidar los cierres, por pequeños que sean, da forma a ese equilibrio más amplio.
La utilidad está clara. Terminar con algo que conecte emocionalmente mejora la percepción del conjunto. Funciona porque el cerebro guarda el resumen, no la crónica entera.
Más calidad en menos tiempo deja mejor recuerdo
La idea de que disfrutar más requiere más tiempo o dinero no siempre se sostiene. Bloom da un ejemplo en Small Potatoes con los viajes: dos semanas en un destino aportan más placer, pero una semana bien rematada puede dejar un recuerdo igual de bueno.
Aquí el punto práctico es saber en qué conviene invertir para conseguir lo que realmente se busca. Si lo que interesa es un recuerdo fuerte, tiene más sentido cuidar el broche final que alargar el plan.
Quizás es mejor no alargar una experiencia y priorizar que sea positiva.
ISTOCK
Esto permite rediseñar cómo usamos los recursos personales. Lo que marca el recuerdo no es tanto la duración como la intensidad emocional de los momentos clave. Esto permite ajustar mejor el tiempo y el presupuesto. Una escapada breve pero con un cierre especial, como una cena en un sitio inesperado, puede funcionar mejor que un viaje más largo sin un punto culminante.
Cierres que reducen el desgaste y suman bienestar
El final de una etapa exigente necesita algo más que pasar página. Cerrar bien no solo mejora el recuerdo, también alivia. Bloom explica que “estamos hechos de tal manera que los actos sencillos de amabilidad, como donar a una causa o dar las gracias, tienen un efecto positivo en nuestro estado de ánimo a largo plazo”. Aplicado al día a día, eso se traduce en pequeñas decisiones que cierran bien una fase y generan descanso real.
Esto, según lo que predica Bloom, se puede aplicar como herramienta para cortar ciclos de estrés sin arrastrarlos. Puede ser compartir una comida especial después de una semana intensa o dedicar un rato a hacer algo que apetece mucho justo cuando acaba un ciclo estresante. Ese tipo de cierre reestructura lo vivido y ayuda a encarar lo siguiente con más energía.
Lo que importa se recuerda si se cierra bien
Todas estas ideas apuntan en la misma dirección: disfrutar y recordar no siempre coinciden, pero se pueden alinear. El truco está en pensar cada experiencia no solo como algo que se vive, sino como algo que se va a recordar.
Bloom insiste en que “los seres humanos somos sociales, y estamos más felices y somos mejores cuando nos sentimos conectados con los demás”. Crear buenos finales, aunque sean pequeños, mejora ese tipo de conexión.
Más que buscar experiencias perfectas, conviene diseñarlas pensando en cómo cerrarlas de forma exitosa. Esa parte final, bien elegida, transforma el recuerdo entero y le da sentido incluso a los momentos que pasaron sin más.